Por Micaela Paredes Barraza
“Pero la defensa de la poesía no es la defensa de cierta profesión, de los libros, de las librerías, de los bibliófilos, de los lectores exaltados, de las veladas poéticas ante veinte personas, no es ni siquiera la defensa de los poetas, pues los poetas están tan lejos de la poesía como casi los juristas del derecho o los guías de montañas de las nubes”, nos dice Adam Zagajewski en En la belleza ajena, y no podemos sino asentir en silencio, esbozando una media sonrisa, atravesada por algo que puede parecerse a la tristeza, la compasión o la ironía, dependiendo del ánimo en que nos agarre esta verdad.
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¿Qué amamos cuando decimos que amamos la poesía? ¿Está su radio de acción inevitablemente vinculado al mundo de la cultura, de las letras, del pensamiento intelectual? Sí y no. Sí, porque desde que afirmamos que la poesía requiere de las palabras para existir, estamos pensándola, ubicándola, en la dimensión de lo exclusivamente humano, en el plano horizontal de las relaciones que el lenguaje nos permite establecer entre seres y cosas para alzar el quimérico castillo del sentido. No, porque también hay momentos en que la poesía se nos aparece como algo más que un hacer articulado, ya venga este desde adentro, como inspiración y trabajo creativo, ya como estímulo y consuelo externo hallado en las palabras de otro. Más que como un hacer, digo, como un ser de pronto revelado —nuestro propio ser, que no es distinto que el de todo lo que nos rodea— experimentado con el cuerpo y con el alma al unísono, no precisamente como un entendimiento sino como un saber, instantáneo y, por tanto, eterno, que luego de su manifestación nos deja sin herramientas para aprehenderlo con esa parte de nuestra psiquis, la que piensa, que quiere articularla en lenguaje. Ese momento intransmisible pero claramente reconocible cuando se lo padece, esa pequeña dosis de Dios a la que tenemos acceso todos los seres humanos cuando nos atraviesa el rayo de la belleza sin palabras, es también, poesía.
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“La poesía está en el cosmos”, nos dijo el poeta y profesor cubano Virgilio López-Lemus a sus estudiantes, tendiéndonos la mirada y el oído generosos antes de empezar el descenso por los círculos infernales de la métrica, el primer día de clases de un taller de poesía en 2013. La poesía está en los pétalos secos de una flor secretamente guardada, en el trino de los pájaros que anuncian el final de una larga noche, en los ojos vidriosos de los muertos, en la ceniza del cigarro recién apagado y en el ardor del cemento contra las suelas de nuestras indiferentes pisadas. Y a veces, cuando se dan las condiciones —entre las que se cuenta como necesaria pero no suficiente la voluntad del poeta— la poesía termina por decantar en el poema, transformada en palabra, un poco más cerca de lo que creemos nuestro: el derecho a decir. (Uno de los versos de Virgilio que se me quedó adentro para siempre: “Escucha: qué silencio, qué silencio…”).
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“La métrica es un ángel enjaulado”. Regalo de los dioses. Herramienta hecha a semejanza del hálito primero, creadora del sueño del mundo. Como la música, comparte su correspondencia con las leyes del universo: vibración, ritmo, devenir del tiempo y sus líneas de fuga, que en su manifestación dibujan la espiral de posibilidades, repiten ese primer instante; lo mismo vuelto otro; la idea y sus variaciones. Resabios de la mística y la magia se asoman entre sus cláusulas misteriosamente encadenadas, generadoras de la ilusión del fluir, de sus oscilaciones a través del sonido y el sentido. La música de la palabra como receptáculo.
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“Acaso lo único que el poeta crea es el espacio de la creación”, escribió José Ángel Valente, encarnando esa experiencia en una poesía con vocación de silencio. Las palabras no nos sirven; se sirven de nosotros, nos poseen y se recrean a través, a pesar, nuestro. No estamos a la altura de someterlas a nuestro libre albedrío. Sólo el necio y el arrogante piensan que pueden vivir en el vacío, instaurar su reino de polvo a partir de la nada.
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Sin lenguaje se acaba lo humano. Un tiempo sin poesía es el abandono de la carne, el salto al abismo que termina en destrucción total o en total desapego. Suicidas y Santos comparten un lugar en el silencio, antes y después de la carne. Solo los segundos tienen vocación espiritual, pero eso en realidad no hace ninguna diferencia.
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Después de enumerar todo lo que no constituye la defensa de la poesía, el poeta polaco concluye: “La defensa de la poesía es la defensa de algo que alienta en el hombre, la capacidad fundamental de experimentar el milagro del mundo, de descubrir la divinidad en el cosmos y en otro ser humano, en una lagartija y en las hojas de los castaños, de asombrarse, y de quedar sumido durante un largo instante en ese asombro”. La poesía del cosmos puede seguir existiendo sin nosotros, pero nosotros no sin la poesía, pues una especie humana sin la capacidad de habitar poéticamente sería simplemente una versión empeorada de lo que intentamos ser hoy y de lo que el amor nos impulsa a llegar a ser mañana.